Una parte del aura de los poderosos es recibir regalos. Cuando ejerces el poder, cualquier poder, hay gentes que se sienten obligadas a hacerte la vida más agradable. Te invitan a mil cosas, vas por la vida sin pagar, recibes agasajos multiformes.
Es una herencia del carácter carismático del poder que, en algunos lugares, lleva a los buenos súbditos a regalar al jefe su peso en oro. Es verdad que la democracia ha ido atemperando semejante culto a la personalidad, pero el capitalismo ha dado un nuevo giro a los halagos al poderoso. Se le hacen regalos con la esperanza de recibir concesiones, esas que están en la sustancia de la arbitrariedad del poder, recalificar terrenos, permitir más alturas, especialmente puestas de relieve a lo largo de la hinchazón urbanística que han sufrido tantas economías, especialmente la española y, en particular, la valenciana.
Quienes dependen del poder para sus negocios tienen una agenda destinada a halagar y corromper a los que ejercen el poder, cualquier poder. Con esos manejos, entre los que destacan los regalos a los políticos y a sus familias, tratan de conseguir un trato de favor en las muchas oportunidades que el arbitrio político tiene a su alcance.
La cosa se sofistica más cuando el favor que le hace un político a un empresario se devuelve en forma de comisiones. Tantos concejales, tantos representantes del pueblo poniendo la mano para conseguir esos ingresos extra fruto de la corrupción. No hay día sin que nos den alguna noticia al respecto ahora que la fuerza del poder no consigue silenciar sus manejos. Porque hasta hace muy poco, el poder económico, aliado con el político, ejercía una censura implacable sobre estos trasiegos pero hoy ya casi es imposible censurar a todos los medios de comunicación tanto más cuanto algunos de éstos, alineados políticamente, contribuyen a amplificar las noticias sobre la corrupción del adversario.
Algunos países, democráticamente más avanzados que nosotros, tienen un código ético que obliga a la transparencia de los ingresos de los políticos y los funcionarios. En España aún no hemos llegado tan lejos. Pero la corrupción empieza a tener un tufillo desagradable incluso aquí. Por eso es de agradecer que el juez encargado del asunto Camps afirme en su auto que, tanto o más que indiciarios de chanchullos, los regalos, en si mismos, degradan al político.
Los partidos políticos españoles tienen al respecto una asignatura pendiente. Su financiación, tantos años oscurecida por una praxis posibilista, recibió un duro golpe mediático con el caso Filesa que afectó gravemente al partido socialista. Quizás parte de la obsesión del Partido Popular con negar las responsabilidades del caso Gürtel no sea sino una manera de ocultar que aquí hay también un caso de financiación irregular del partido. Al final, todo se terminará sabiendo.
ALBERTO MONCADA