La victoria del PP en las elecciones del 7-J no debería interpretarse como el inicio de una nueva mayoría electoral en España, tal y como clamaba Mayor Oreja desde el balcón de Génova en la noche electoral del pasado domingo. El triunfo popular ha sido claro, pero no lo suficientemente contundente como para sacar conclusiones fiables de qué hubiera pasado en unas elecciones generales.
La verdad es que el domingo los españoles no votaron exactamente como si se tratara de un simulacro de las generales, principalmente debido a que la continuidad del Gobierno no estaba en juego. Por ello, los ciudadanos pudieron dejar los cálculos estratégicos a un lado y “votar con el corazón”, tal y como proponía IU durante la campaña electoral. Por otro lado, los insatisfechos con el Gobierno pudieron efectuar un voto de castigo light: era la ocasión idónea para aquellos que querían mandar una señal de protesta sin que con ello se estuviera contribuyendo a un cambio de Gobierno.
Este patrón diferente a la hora de votar genera que, tanto en España como en el resto de la UE, los partidos grandes y, en especial, los que están en el Gobierno suelan cosechar peores resultados en las elecciones europeas. En nuestro país, el partido que ocupa la Moncloa tiende a perder en este tipo de elecciones una media de 3,3 puntos porcentuales con respecto a las generales más cercanas, una cifra muy similar a la del resto de los países de la UE. La única excepción a esta regularidad tuvo lugar en las europeas de 2004, muy probablemente debido a que se produjeron en plena luna de miel del primer mandato de Zapatero. Los resultados del 7-J suponen una vuelta al patrón de voto habitual desfavorable para el Gobierno que se suele dar en este tipo de comicios.
En esta ocasión, el voto de castigo ha sido generalizado en toda Europa. Todos los jefes de Gobierno de los 15 viejos miembros de la UE han visto cómo sus partidos retrocedían con respecto a sus respectivas elecciones nacionales. El declive electoral de los partidos gobernantes europeos ha sido, de media, de algo más de 8 puntos porcentuales. Se trata, en efecto, de unos resultados que responden al tradicional sesgo antigobierno” de las elecciones europeas. Aún así, la severidad del castigo no deja duda de que la crisis económica también ha representado un factor adverso para todos los gobiernos de la UE.
Ante este contexto tan desfavorable para los partidos gobernantes europeos, el PSOE ha sabido salir especialmente airoso de la situación. En esta ocasión el Gobierno socialista ha visto caer su apoyo electoral en 5 puntos porcentuales. Se trata, sin duda, de un descenso superior a la pérdida media de 3,3 puntos de las anteriores contiendas europeas, pero representa un castigo notablemente inferior al de la mayoría de países de su entorno. Es pues, una derrota asumible para el Gobierno si tenemos en cuenta los pobres resultados de sus homólogos europeos y los devastadores efectos de la crisis económica sobre el empleo en nuestro país.
En realidad, parte del descenso del PSOE con respecto a las generales del año pasado se debe a la desmovilización del electorado en Andalucía y Catalunya, y al importante declive en esta última región, donde el voto socialista ha retrocedido en casi 10 puntos porcentuales. Los socialistas catalanes han sido siempre muy hábiles en captar el voto del miedo cuando el PP amenaza con ganar las elecciones. Es por ello que el PSC ha insistido en estas elecciones europeas en reeditar la exitosa campaña anti-PP que tan buenos resultados le ofreció el año pasado. En esta ocasión el PSC ha intentado atemorizar al electorado catalán llenando las calles de carteles con imágenes de Aznar, Berlusconi e, incluso, del ex presidente Bush. Pero se ha demostrado que en Catalunya la amenaza de un Parlamento Europeo conservador no produce el mismo rechazo que la amenaza de un inquilino popular en la Moncloa. Aunque en esta ocasión el PSC no ha obtenido los frutos deseados, sería un error concluir que una campaña anti-PP también fracasaría en unas hipotéticas elecciones generales en las que se decidiera el Gobierno de la nación.
Por su lado, Izquierda Unida mantiene sus dos eurodiputados y el mismo porcentaje de votos que en las generales de 2008. Esta estabilidad no debería, sin embargo, impedirnos ver el fracaso que dichos resultados suponen para la formación de izquierdas. IU ha dejado pasar la extraordinaria oportunidad que a priori le ofrecían estas elecciones. No sólo el sistema electoral de distrito único reduce los incentivos al voto estratégico en muchas zonas de España, sino que la experiencia en otros países europeos nos demuestra que los partidos minoritarios –ideológicamente más extremos y con posiciones más euroescépticas– suelen ser el refugio favorito del descontento y del abundante voto de protesta en este tipo de comicios. Sin embargo, IU ha sido incapaz de articular una estrategia para atraer el potencial voto de castigo derivado de la crisis económica y de la creciente pérdida de confianza hacia las instituciones europeas en nuestro país. A estas alturas, ya apenas sorprende. La historia de IU es la de las oportunidades perdidas: quizás estemos simplemente ante un capítulo más, pero a muchos nos deja un verdadero sabor a epílogo.
El margen de la victoria del PP no permite valorar el 7-J como la consolidación de una nueva mayoría en España, pero sí puede constituir un cambio de ciclo en la batalla interna del PP. Los resultados del domingo blindan definitivamente a Mariano Rajoy como candidato para las próximas elecciones. Pero, ¿evitará esto que siga habiendo ruido dentro del partido?
Lluís Orriols (politólogo e investigador de la Universidad de Oxford)